Ligero de equipaje

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

(Antonio Machado).

Cuando le ví por primera vez comprendí el significado de palabras como sencillez,  autenticidad, libertad, y entendí cómo lo hemos complicado todo y cuan dependientes somos de lo terrenal, de lo material, de lo seguro. Yo,  que cuando viajo, procuro no olvidar nada en mi neceser,  ni las medicinas que no necesito, ni el secador para un arreglo de pelo en el que nadie reparará, ni el paraguas que probablemente no usaré.

Recuerdo que le conocí, en un dia muy frío. El frío era lo habitual en aquel pueblo del Pirineo catalán, Ger, donde él vivía. Pocos meses después, aquella subida de 5 horas a pié a su refugio de Plá de la Pera, cerca de Puigcerdá, para pasar la noche del 31 de diciembre con él, su hermano,  y un reducido grupo de amigos.  Fué a través de un largo camino, cuesta arriba, en el que mis piernas se hundían en la nieve hasta las rodillas. Un camino que él recorría en 1 hora y media, cada dos o tres días, para abastecerse de lo básico para su refugio. Fuertes nevadas, tuberías congeladas, palas para quitar varios metros de nieve delante de la puerta, etc., era el escenario que él superaba a menudo. Y aquel paisaje blanco, frío y silencioso, era su medio. Lo mismo se deslizaba ligero como una pluma en sus esquíes sobre la nieve, que se agarraba con sus manos y pies a las piedras para escalar los mas escarpados riscos.

Fino y delgado, con sus bonitos rizos negros, su expresión era serena, tranquila y retraída, con esa media sonrisa, que contenía en el fondo una mirada triste, caída y melancólica. Le traté poco, pero, a pesar de su silencio, era bastante transparente. Poco convencional, Emilio era un hombre correcto, educado,  respetuoso, conversador, observador silencioso, responsable, amante de los suyos, y sobre todo, auténtico. Sus necesidades eran pocas: sus manos y su cabeza para trabajar,  su montaña, su soledad, su refugio, su nieve, su sierra… y los suyos. Viajaba ligero de equipaje, como lo decribió su amiga Mamen aquel día en que se marchó para siempre, a sus 53 años; pronto, y sin molestar ni hacer ruido, tal como vivó.

Esta no es la despedida a un hombre memorable,  cargado de las  virtudes de un hombre destacado; no es uno de  esos típicos discursos de funeral que despiertan admiración por un talento insuperable o por las obras que en este mundo deja el difunto.  Este es el caso de un hombre sencillo y bueno. A Emilio nadie lo podría acusar de ambiciones desmedidas, ni de traiciones abominables,  porque él era así, sencillo y silencioso. Pero no por ello,  quienes fueron sus familiares y amigos, dejaran que la vida de este hombre sencillo sea pasajera como un aguacero repentino.  En su silencio supo ganarse el respeto y el afecto de todos cuantos lo conocimos.

El recorrido por la vida de Emilio está cargado de esfuerzos; superviviente, desde su niñez, en un mundo material que mide a los hombres por sus propiedades, sin mirar en el fondo de sus almas, en el que debió nadar a contraconrriente, y a pesar de ello, con respeto por las ideas y por lo inapropiado de las formas de organización de la sociedad.

Emilio Amor era muy querido por todos, jóvenes y mayores, familiares y amigos. Hoy puedo decir que, aun siendo la ultima en llegar a su entorno, siento como si le hubiera conocido desde antiguo. En el último adiós, allí estaban todos, y en sus caras se leía con claridad el Amor que le profesaron y el respeto a sus diferencias ; y pude comprobar que, a pesar del frío,  supo rodearse de gente auténtica, como él, que le dió el calor que necesitaba.